Murió Ricardo Barreda. ¿Cómo fueron sus últimos días?

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Un día antes de pedir ayuda desnudo, a los gritos y caído al costado de su cama en la pensión de mala muerte donde vivía, Ricardo Barreda, 83 años, le había hecho al mozo del café donde solía desayunar, almorzar, merendar y cenar una pregunta que lo dejó estupefacto:

-¿No vio a mis hijas? Iban a venir a verme…

El mozo pensó que era una broma de mal gusto. No le respondió. Pero ya en su casa, analizando otras actitudes del ex odontólogo que el 15 de noviembre de 1992 mató a escopetazos a su esposa, su suegra y sus dos hijas, pensó que Barreda podría sufrir demencia senil.

“Mi abuela se olvidaba las cosas, no me reconocía”, dijo el hombre, que pidió reserva de identidad y atendió a Barreda durante casi dos años, desde que el femicida se mudó a San Martín después de vivir más de un año en el Hospital Magdalena Villegas de General Pacheco.

Allí había llegado el 25 de mayo de 2016 confundido, usando pañales, y presentándose como Alberto Navarro. Una paciente publicó la foto de ese anciano en su muro de Facebook y pidió solidaridad. “La familia lo abandonó y sus hijas no quieren saber nada con él, qué crueldad”, escribió la mujer. Parecía ser una muestra de humor negro, pero ignoraba que ese hombre era Barreda.

En el hospital decían que simuló estar enfermo, que maltrató y amenazó a las enfermeras, que a una médica le dijo que le iba a dar un escopetazo y que a veces iba hacia una despensa a comprar whisky.

En un principio se creyó que Barreda había simulado ser otro. Pero una fuente médica de ese hospital le dijo entonces a Infobae que es posible que esa confusión haya sido un principio de demencia o Mal de Alzheimer. “Es lógico por la edad y porque a lo largo de su estadía en el hospital vivió momentos en que perdía la lucidez, o se levantaba y creía que estaba en su casa de La Plata, o confundía a una enfermera con una novia que tuvo de joven”, dijo la fuente. Lo mismo afirmaron fuentes del Hospital Eva Perón de San Martín, donde ocupó una habitación un breve tiempo hasta que un conocido le consiguió un lugar en el geriátrico Del Rosario, en José C. Paz donde llegó el 10 de marzo y murió ayer por la noche de “causas naturales”.

Durante los últimos meses, Barreda creía despertar en esa casa de La Plata donde había matado, hace 27 años, a las mujeres de su familia. Usó entonces la escopeta Víctor Sarrasqueta que le había regalado su suegra.

“Volví a mi casa de pescar y me encontré con cuatro bultos. Acá hubo un asalto”, denunció ante la Policía en 1992. Pero no había ido a pescar, sino al cementerio a “hablar” con sus padres, al zoológico a ver jirafas y elefantes (“eso me relajaba”) y a comer pizza con su amante, que culminó con dos horas en un hotel alojamiento.

Después, en su casa, confesó haber matado a su esposa Gladys McDonald (57), a su suegra Elena Arreche (86) y a sus hijas Adriana (26) y Cecilia (24). “Me decían conchita, me hacían la vida imposible, eran ellas o yo”, se justificó. Y cerró con una frase más filosófica: “Supongo que he sido yo. Intuyo que las maté yo porque éramos cinco en la casa y de pronto me encontré con cuatro cadáveres”.

La casa donde cometió la masacre, en la calle 48 entre 11 y 12 de La Plata, fue reabierta. Hace cinco años, Barreda le dijo a su abogado que hiciera hasta lo imposible para recuperarla. Pero fue expropiada y será convertida en un centro contra la violencia de género.

Quería volver a vivir ahí, volver andar en su Ford Falcon y a hacerse cargo del consultorio porque pensaba ejercer nuevamente como dentista. “Hay gente que me llama para que le arregle los dientes”, llegó a decir frente al autor de esta nota hace unos años.

Los tiempos finales de Barreda fueron un infierno para el femicida. Hasta que fue internado en el hospital Eva Perón de San Martín y luego en el geriátrico, se la pasaba encerrado en su pieza del Hotel España, sobre la calle 25 de Mayo. El dueño le había puesto un ultimátum: debía irse a otro lugar porque los otros pensionistas se quejaban del mal olor que salía de la habitación y de los gritos de Barreda, que solía delirar y hablar solo. Casi no salía a la calle. Se cayó tres veces y tuvo miedo de quebrarse la cadera.

No fue la primera advertencia que recibió el ex dentista. En el hospital donde vivió un buen tiempo fue echado por el propio director, en otra pensión de General Pacheco le dijeron que no podía quedarse más y hasta un amigo que lo alojó unos días le pidió que se fuera.

“A veces me dan ganas de volver a la cárcel, al menos ahí tenía techo y comida asegurada”, le dijo a un vecino que solía sacarlo a pasear. Porque tal como ocurrió cuando vivió en Belgrano con su novia Berta “Pochi” André, fallecida hace cuatro años y a quien llamaba “Chochan” delante de este cronista, el femicida salía a la calle y varias personas lo abordaban para sacarse una selfie con él o pedirle un autógrafo. Quizá fue pose o no, pero siempre le pareció de mal gusto que se le acercaran como si fuese un famoso “o el inventor de una vacuna contra las caries”, decía.

En junio del año pasado, el periodista Miguel Braillard lo encontró en la habitación 381 del hospital de San Martín. Este fue el increíble diálogo:

–No me sentí bien y me trajeron acá. Me tratan muy bien.

–Quienes lo encontraron dicen que no se murió de milagro.

–¿Ah, sí? Será así entonces…

–¿Lee la Biblia?

–No, acá no. ¿Por?

–Porque ahí tiene una.

–Sí, pero acá no tengo ganas.

–¿Reza?

–Sí.

–¿Por su familia, por sus hijas?

–Me resulta difícil recordar a mis hijas después de todo…

¿Recuerda lo que hizo con ellas, con su esposa…?

–¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio policial? No tengo más ganas de hablar.

–¿Sabe que circula una estampa suya, y que hay hombres que pese a lo que usted hizo lo reivindican?

–No recuerdo… Ah sí, sí, la vi. Es una locura, están todos locos…

Desde ese día, para evitar que tuviera contacto con la prensa, lo sacaron de esa habitación y lo trasladaron de piso. “Había dicho, textualmente, que tiene las pelotas llenas del periodismo, que lo volvían loco y no lo dejaban en paz. Hasta se acercó un productor de cine y no quiso recibirlo”, dijo a Infobae una fuente del Hospital Eva Perón.

Barreda estaba muy desmejorado. Apenas podía caminar, debía usar pañales, estaba muy flaco y por momentos tenía lagunas que lo dejaban en silencio, ensimismado. “A veces decía que era dentista y que volvería a La Plata, donde lo espera una novia. El dueño del hotel había dejado sus pertenencias en la sede que el Pami tiene en San Martín”, dijeron quienes lo trataron en sus últimos días.

“Hasta hace menos de un año se paseaba por la peatonal San Martín y sacarse una foto con él era una especie de juego. El viejo se ponía loco, no le gustaba. Lo mismo cuando comía y lo saludaban o le hablaban de los crímenes o le pedían fotos. Hasta yo tengo una selfie que me hice con él, si vieran la cara de odio que puso”, contó el mozo del restaurante Mc Lago, donde solía comer el femicida. Un comensal habitué del lugar, contó: “Más de uno lo felicitó por lo que hizo. Alguno lo habrá hecho en broma, pero yo fui testigo de eso”.

A ellos, Barreda les decía que vivía “como un paria”, pero estaba agradecido por la gente que lo ayudaba. Hasta contó que le gustaba una enfermera del hospital y que a una médica que lo retó le dijo: “¿Y si te doy un escopetazo?”.

La vida de Barreda, antes de la internación, se limitaba a tres lugares. La pensión donde vivía, el supermercado chino donde hacía las compras y el bodegón. Todo lo cubría en 150 pasos de ida, 150 pasos de vuelta.

Ricardo Barreda cuando fue descubierto durante un verano por la revista Gente junto a su pareja de entonces, Berta “Pochi” André, fallecida hace cuatro años y a quien llamaba “Chochan” (Gente)

Una de las amigas que lo siguió visitando hasta hace muy poco tiempo fue una enfermera del hospital de General Pacheco. A ella le dijo: “¿Sabe qué? Dicen que no me arrepiento de lo que hice. Eso es mentira. No hay día que no sienta culpa. Lo peor es que a mis hijas no las quise matar. Estaba como loco, giré, disparé y después me di cuenta de que era ella. Pero por culpa de mi suegra me odiaban y me querían ver muerto. Mi esposa y mi suegra le habían llenado la cabeza. A la última que maté fue a mi suegra. Pero los crápulas de mis abogados me hicieron decir que la última en morir había sido mi hija menor, así yo heredaba la casa. Hay días en que me olvido de lo que hice. Pero siempre vuelve el recuerdo. Y es ahí cuando prefiero ser otro. Ser Ricardo Barreda es una condena”.

Una de las últimas veces que lo vieron caminar por la calle, iba con bermudas y una remera con una imagen de Bob Marley. Un joven que estaba con su novia le pidió una foto. “Dele Barreda”, le dijo. “No soy Barreda, bolas tristes, con perdón de tu novia”.

Pero en sus últimos meses, al igual que Yiya Murano, la envenenadora de sus tres amigas que murió en soledad en 2014, Barreda también había perdió la memoria.

A veces se olvidaba de quién era, qué había hecho y creía que las mujeres que había asesinado estaban vivas. Ahora Barreda se apagó, como si se hubiese convertido en la quinta víctima de la matanza que causó y decía haber olvidado.